Entre juegos y maquillaje nadie notaba su euforia en decline. La disforia empezó a dominarla dos días antes de lo ocurrido. Todas lo notaban y callaban. Callaban mientras alguien más narraba otra historia. Una historia que hacia que se ellas se salieran. Que el AWOL fuera congruente con la mente, que la huída no despertara a nadie, ni los hiciera correr, ni perder su trabajo, ni perder su propio algo, ése algo que los retiene ahí, entre más de mil paredes que los comen de a poco, paredes que emparedan las lágrimas que se tragan por los rincones.
Esa tarde le encontraron en su cuarto objetos alarmantes. Le sacaron su vida con guantes de plástico, como si los pensamientos suicidas se contagiaran. Le encontraron cartas de amor de quinceañera, libros pasionales, prohibidos para su edad, insoportables para otras. Su cama cubierta de almohadas para mejorar su espalda, para desencorvar enigmas. Inventar como ahora, palabras que no existen.
Empezó a caminar muy lento antes de ver su cuarto renovado, ya sin filos que le dieran más ideas (como si pudiera tener más), sin libros que le inyectaban vida y le hacían pasar más llevaderos los días. Su cuarto. Ya sin compañera de cuarto, sin póster de Emenim, sin comida para el pez, sin diario revelador, sin nada. Su cuarto.
Lo vio esquina a esquina, se sentó en la esquina de una de las almohadas. Subió la vista y bajo la vida. Se empezó a sumergir en las ideas que paso a paso acabarían con su vida. Muchos son los sentimientos mezquinos que revolotearán mientras todos duermen afuera, con el aire a 60 grados, todos enchamarrados porque otra de ellas ve fantasmas con el calor. Con temperaturas altas las cosas resultan vanas. Sentimientos penosos de hastió, de renegar por el orígen y amar la psicosis del dolor.
Sentimientos ajenos que provocan sensaciones mezquinas de apego a la vida.